Yo fui de los que creí que estaba justificada la intervención en Iraq. No es que me creyese lo de las armas de destrucción masiva. Es más, la comparecencia de Colin Powell en Naciones Unidas me pareció patética y tramposa.
Yo fui de los que pensé que los iraquíes estarían mejor sin Sadam Husein. Y el resto del mundo también. Aunque, es cierto, tenía dudas de que la intervención fuese tan limpia y tan rápida como pronosticó Donald Rumsfeld. Las guerras nunca son limpias.
Yo no soy un pacifista. Tampoco un belicista, pero tengo claro que, a veces, la fuerza es la única salida.
Yo no me manifesté contra la guerra en febrero de 2003. Entre otras cosas, no me he manifestado nunca y es posible que no lo haga tampoco nunca. Me parece un espectáculo poco democrático y poco inteligente. Y, sobre todo, me molestan los tumultos.
Me parece lamentable que unos y otros sigan recurriendo al tema de Iraq cada vez que, unos y otros, creen que le pueden sacar partido del tipo que sea. No lo soporto. Salvando las distancias, me recuerda a esas veces que tus padres te recuerdan hasta la nausea, aquel día que llegaste tarde a casa, un poco pasado de copas y dormiste la mona hasta bien entrado el día siguiente. Sí, piensas tú. Hice mal, me pasé, pero ya vale. No ha vuelto a pasar. Porque no me recordáis, con tanta insistencia, las cosas que hago bien.
Pero, siguiendo con el ejemplo, siempre hay alguno que ha llegado mamado perdido varias noches en su vida. Que ha montado un cirio de no te menees en muchas ocasiones. Y, lo peor de todo, lo cuenta como una gracia y lo defiende como si fuese lo más normal del mundo.
En casos como éste, lo mejor es callarse. Y punto.
Es por ello que no me extrañaría que Mariano Rajoy estuviese pensando, esta Semana Santa: “José María, ¿por qué no callas?”.
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