No soy yo un experto en gastronomía. Me gusta comer, si es bien, mucho mejor. A una buena mesa y en buena compañía, suelo disfrutar. No he tenido la suerte de disfrutar de esos restaurantes y cocineros que nos han dado fama internacional. Sólo los conozco, como la mayoría de los españoles, a través de los reportajes de prensa. Reconozco, con todo, su merito.
Más de una vez, hablando con amigos, he defendido que la nueva cocina española, esa que abandera Ferrán Adriá, con sus espumas, deconstrucciones y demás, tiene más de experimento que de cocina. Uno, que es muy bruto, sigue pensando que comer es masticar además de satisfacer el sentido del gusto.
Recuerdo ahora una vez que asistí a una cena de algo parecido a ese tipo de cocina. Estuvo bien. Fue una experiencia curiosa, gratificante, diferente. No me quedé con hambre, ni mucho menos. Una de las quejas que con más frecuencia se hace a esos cocineros. Pero si salí con la sensación de que había servido de conejillo de indias y, desde luego, no con la de haber estado en una cena.
No me extraña que se haya generado la polémica que se ha generado con las palabras de Santi Santamaría. Seguro que no lo ha hecho por envidia. Es más, quiero pensar que su único objetivo era generar una polémica-discusión sobre este asunto. Pero creo que se le ha ido la mano. En el momento en el que ha puesto en cuestión la salubridad de esa cocina, ha cruzado una línea tan fina como complicada de recomponer.
Una de esas líneas que, de puro finas, parecen no existir, hasta que las cruzas. Es más, el cruzarlas suele llevar aparejada su destrucción. La de la línea, se entiende. Que se lo digan a los miembros de la llamada izquierda abertzale que se pasan al campo del terrorismo. Mientras hacen ese sucedáneo perverso de política torticera, tienen una cierta permisividad social pero cuando dan el paso al otro lado, todo se ha acabado. Terminan en la cárcel.
Esas líneas difusas no son, ni pueden ser, fronteras, ni muros, ni separadores. Son líneas que, simplemente, permiten organizar un cierto comportamiento.
Algo parecido está pasando en el PP. Más de uno, por puro egoísmo o por pura venganza, no sólo ha cruzado la línea que va de la crítica y la discrepancia al más absoluto de los desvaríos. Más de uno le ha pegado una patada a la línea sin tener en cuenta que puede estar dañando de forma seria la propia estructura del partido para una larga temporada. Alguno debe estar pensando, algo parecido a lo que piensan los hombres que agreden y matan a sus mujeres. O mía o de nadie. En este caso, o lo que yo digo o a la mierda.
El problema es que son conscientes de que han llegado a un momento definitivo, para ellos, no para el partido. Son conscientes de que es su última opción y están dispuestos a echar el resto. Nunca han sido capaces de crear o de aportar nada constructivo. Siempre han funcionado a la contra, criticando, negando, destruyendo. En más de un momento les ha funcionado y, tal vez por eso, no se dan cuenta de que así no se construye una alternativa.
El lunes, Aznar lanzó una serie de mensajes tan claros como ambiguos. Eran ideas que podrían aplicarse tanto a la actual situación del PP como a otras muchas. Pero, además, se pueden entender en sentidos claramente opuestos y contradictorios. Uno de los centrales y más reproducidos al día siguiente por los medios de comunicación fue el de que hay que contar siempre con los mejores y tener el coraje de llamarlos.
En esos estamos, José Mari, en eso estamos.
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