lunes, 5 de mayo de 2008

EL MEJOR PRESIDENTE DE LA DEMOCRACIA

Paseaba con mi mujer por un centro comercial de Madrid. De las afueras de Madrid, para ser exactos. A nuestro alrededor, decenas de personas tan anónimas como nosotros. Pero una de ellas, una cualquiera, llamó mi atención. Como sería la cosa que tuve que girarme para darme cuenta de quien era y, sobre todo, de porqué había captado mi atención alguien anónimo. Aquel hombre alto, mucho más alto si tenemos en cuenta que rondaba los 80 años, con gafas grandes que parecían ocupar su no menos grande cara, de una calvicie muy blanca, un poco cargado de hombros. Aquel hombre que paseaba cogido del brazo de su mujer, perfectamente anónima para mi y para mi mujer, cogida ella de mi brazo. Aquel hombre iba acompañado de otros hombres en un discreto segundo plano. Por un momento, sólo por un momento, estuve a punto de romper una de mis reglas de vida y acercarme para saludar a aquel hombre. Un saludo sencillo, propio de alguien educado, prudente y desconocido. Un saludo acompañado de tanto afecto como admiración que, estoy seguro, él habría acogido con tanto respeto como educación. Pero no lo hice. Pudo más mi pudor, mi prudencia, mi respeto. Hoy, quizás, me arrepiento.
Aquel hombre daba la sensación de no necesitar nada, de haberlo hecho todo y de encontrarse perfectamente cómodo siendo uno más. Por supuesto, no necesitaba que nadie fuese a decirle dos tonterías y a estrecharle la mano. Pero empiezo a pensar que yo sería otra persona diferente si lo hubiese hecho. Después de aquel día, han pasado ya 2 ó 3 años, he pensado muchas veces en tratar de contactar con él. No por nada. Llevo años dándole vueltas a la idea de que es una de las personas más importantes de la historia de España en la segunda mitad del siglo XX y nadie hace nada por ponerle en su sitio, por traerlo a la posición que le corresponde por derecho. Y no es que yo me crea en condiciones de situarlo en su legítimo lugar, dios me libre. Pero pienso que si un mindundi se interesa por una figura como la suya, tal vez se despierte el interés de personas con mayor capacidad y todo vuelva a su sitio.
Ayer, me sorprendió la noticia de que ya no voy a poder hablar con él. Puedo dejar de darle vueltas. Puedo dejar de pensar en cómo darle forma a una de las biografías políticas más interesantes. Cómo abordar la primera conversación con alguien sobrado de dotes dialécticas. Puedo pasara página y dedicarme a otros menesteres. Leopoldo Calvo-Sotelo, el mejor presidente de nuestra democracia, a muerto por sorpresa. Si es que es una sorpresa morirse con 82 años.
No tengo reparos, sin embargo, en reconocer que ese título de mejor presidente de la democracia, se lo vengo asignando, en conversaciones privadas, desde hace años. Probablemente desde que empecé a leer sobre la transición española y sobre sus protagonistas. Descubrí que aquel tipo gris, lejano para los ciudadanos, taciturno, con una voz poco dada para la comunicación multimedia que empezaba a surgir en los primeros 80 era mucho más. Que escondía una cabeza sobresaliente y poco utilizada, desgraciadamente, por los españoles. No puedo dejar de acordarme de las impagables parodias de Luis Figuerola Ferrety y Javier Capitán, cuando se empeñaban en poner chistes en su boca que le caían como a un santo tres pistolas. Y me consta que Don Leopoldo asumía esa parodia con el buen humor que le caracterizaba, aunque pocos llegaron a conocerlo de verdad.
Ahora que se ha muerto, todo el mundo se lanza a cantar sus logros y buen hacer. Lástima que en los 26 años transcurridos desde su salida de La Moncloa, pocos hayan encontrado cinco minutos para ponerlo por escrito y explicárnoslo a todos. Pero más vale tarde que nunca. Yo, por mi parte, sólo quiero destacar una faceta. Leopoldo Calvo-Sotelo ha sido el ex-Presidente ejemplar. Siempre ha estado donde la democracia lo ha reclamado. Nunca ha faltado a ningún acto donde ha sido precisa su presencia. Ha sido el único de todos que ha estado siempre, no ha faltado nunca y no ha desairado jamás. Por otra parte, nunca ha dicho nada fuera de tono, ni ha escrito nada impertinente. El único de los ex-presidentes que ha sabido desempeñar, sin mácula, esa tarea. Ya podían aprender los que son ex y los que lo serán. Su ejemplo, en este ámbito, debería ser de obligado estudio para todo aquel que aspire a presidir el gobierno de España.
Y, más allá de sus estudios, en una cosa ha sido el primero Don Leopoldo. Desgraciadamente ha sido el primer ex-Presidente del Gobierno de España en morir y recibir, por ello, honores de estado. Ha marcado la pauta. Hasta para eso ha sabido hacer las cosas. Desgraciadamente, a no tardar, Adolfo Suárez morirá también. Su capilla y sus funerales tendrán otro nivel, sin duda, pero habrán sido posibles gracias a que todos hemos podido ensayar con el caso de Calvo-Sotelo. Tampoco eso se lo reconocerá nadie. Y todo el mundo olvidará que Don Leopoldo Calvo-Sotelo se murió el primero. Que lástima. Que doble lástima.
Mi afecto y mi reconocimiento siempre.

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