Cocinar es una actividad esencialmente generosa. Altruista podríamos decir.
Quien cocina, y lo hace con gusto, con delectación, con alegría y disfrutando de lo que hace suele tener un objetivo final. Que todos aquellos que prueben esos platos los disfruten. Que los disfruten, al menos, con la misma intensidad que él o ella durante su elaboración.
Me gusta la buena cocina, pero nunca seré un cocinero. Es cierto que tampoco me he esmerado ni me he interesado por ese campo. Me defiendo, hago cositas, nunca pasaría hambre ni me alimentaría a base de platos pre-cocinados, pero no soy lo que se entiende por un cocinillas. Y mira que lo lamento.
Recuerdo que siendo adolescente me dio por hacer posters y he d decir que no se me daba del todo mal. Hace arroz con leche más que digno, natillas (de sobre, eso sí), bizcochos, magdalenas,… Precisamente, haciendo magdalenas en una ocasión, se me echó el tiempo encima y puse el horno a más temperatura. Las magdalenas salieron espectaculares. Las saqué y las puse a enfriar mientras nos íbamos no sé dónde. Al volver, descubrí que todas las magdalenas se habían quedado chafadas. Habían perdido todo su volumen.
Mi abuela, sabia ella, aclaró mi incertidumbre ante tal fenómeno. Le has puesto demasiado fuego, la levadura ha actuado demasiado rápido dejando huecas las magdalenas y cuando han reposado, pues se han venido abajo. En la cocina, hijo mío, hay que tener paciencia. Las cosas, mucho mejor, a fuego lento. No se me ha olvidado esa anécdota, si bien es cierto que en alguna otra ocasión mi exceso de ímpetu me ha llevado a hacer alguna comida a fuego demasiado vivo con los resultados desastrosos que cabe esperar.
No me consta que en los fogones se cierren negocios, se tejan acuerdos o se recompongan amistades como sí ocurre en las mesas, ante los platos que salen de esos fogones. Sin ir más lejos, hace unos meses dos insignes políticos nacionales protagonizaron una de las comidas más breves de la que se tiene noticia. A penas un par de frases fueron suficientes. Y eso que el convocante fue el mismo que, tras seleccionar uno de los mejores restaurantes de Madrid, soltó las dos frases (como quien suelta lastre) y se marcho del reservado.
No deja de ser curioso que ese mismo político haya diseñado una de las estrategias propias de la cocina de la abuela. Ese fuego lento que sirve para hacer los mejores guisos quiere aplicárselo él al presidente del Gobierno. Está convencido que cuanto más se prolongue la agonía de Zapatero durante esta legislatura, más son sus posibilidades de llegar a La Moncloa y mejor un hipotético resultado. No está dispuesto, pues, a forzar la máquina; a echarle más leña a la caldera; a poner un piñón más en su pedaleo. Él quiere subir al trantrán, como lo hacía su admirado (y el nuestro) Miguel Induráin. Descolgando adversarios, forzando la máquina pero en su justa medida y llegando en solitario por eliminación.
A fuego lento, los guisos salen mejor, sabrosos, exquisitos, como sólo saben hacerlos las abuelas y algunas madres. Pero claro, te puedes quedar sin gas, se te pueden ir los comensales, se te puede secar el puchero,… O tienes la mejor de las manos y el tino cogido o mejor, dedícate a otra cosa.
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