lunes, 18 de mayo de 2009

BOTÁNICA O ECONOMÍA

Mi primo y yo solíamos ganarnos a pulso las broncas y los castigos. No éramos ni mejores ni peores que otros críos. Quizás nos faltaba ese puntito de maldad o de picardía para que no se notase la trastada de turno. Como solía ocurrir hace unos años, el verano era periodo propicio para que los chavales nos fuésemos a pasar una temporada al pueblo. Tan lejos de los estrictos padres (no como ahora) como cerca de los permisivos abuelos (igualito que en estos días).
En nuestro caso, ni nuestros padres eran tan estrictos ni nuestros abuelos tan permisivos. En cualquier caso, no hacía falta mucho para que la liásemos parda. Si cualquier pueblo es un reducto propicio para los rumores, uno del norte de España, más. Y sí a ello sumamos que es de los pequeños, pues todo se aliaba en nuestra contra. Si no comíamos unas uvas en alguna viña, no pasaban horas antes de que nuestro abuelo estuviese al cabo de la calle. Si nos liábamos a mamporros en cualquier claro del monte, la abuela no tenía que vernos los arañazos para saber por dónde habíamos pasado. Para que seguir.
En una ocasión, nos dio por subirnos a unos árboles tiernos que había cerca de casa. No puedo decir de qué especie eran, y ya tiene delito la cosa. Lo cierto es que eran de tronco extremadamente flexible. Descubrimos que subidos bien alto y balanceando las copas con cuidado pero con constancia, podíamos irnos acercando al suelo. No sé por qué, a esa tontería la llamamos “hacer el helicóptero”. En una de esas andábamos cuando algún vecino del pueblo nos vio y corrió con el cuento al abuelo. La charla que nos cayó fue de las que hacen época. Y por mucho que el abuelo insistía en que era peligroso, que nos podíamos caer y matarnos, yo no podía dejar de pensar que lo que de verdad le preocupaba era el árbol de los cojones.
Le había visto como los cuidaba. Con que mimo los atendía, les hacía los injertos, les aplicaba ese barro, bien amasado, que ayudaba a cicatrizar las heridas. Sabía con que cuidado revisaba cada manzana o cada pera para ver cómo iba su maduración. Aquellas manos descomunalmente grandes, que parecía que no se podrían cerrar nunca dado el tamaño de los dedos, trataban con sumo cuidado las plantas, como si fuesen un tesoro. Con esos antecedentes, no podía creer que nosotros le importásemos más que el árbol de los demonios.
Así aprendí lo mucho que significa para la gente del campo el ciclo de la vida animal y vegetal. Y así aprendí también que la mano del hombre no puede hacer casi nada para que surjan las yemas, para que broten las hojas o las flores, para que los árboles vayan a más. Pueden hacer un poquito para encauzarlos y, en todo caso, mejor no entorpecer el curso natural de las cosas.
Cuando oigo hablar de brotes verdes en la economía, me da la risa. Si de verdad piensan en botánica, que tomen nota. Y si piensan en economía, que se dejen de brotes verdes y se pongan a currar. Los brotes verdes pueden ser muy poéticos y bucólicos, pero tienen poco que ver con la pela, el PIB, los mercados, la bolsa o las hipotecas basura.

No hay comentarios: