Te voy a contar una historia. Esta era una familia, como tantas otras, que tenía un perro. Aquel perro, como casi todos los que conviven con la familia, era uno más. Bueno, en realidad era de los miembros más queridos por todos. Un buen día, el perro desapareció. No es muy probable que se perdiese o que se escapase. Pero, en realidad, da lo mismo. El caso es que el perro ya no estaba.
La familia presentó la oportuna denuncia. He de decir que, aquel perro, tenía uno de esos chips que se implantan ahora para tener identificado y controlado al animal, pero ni por esas. Fueron pasando los días, las semanas y los meses. La resignación se apoderó de la familia. Se le echaba de menos, pero no había mucho más que se pudiese hacer.
Los meses cobraron forma de años. La familia siguió creciendo con nuevos miembros que nunca habían conocido al perro. Es más, algunos de esos nuevos miembros manifiestan, insistentemente, los deseos de tener un perro en casa. Lo normal. Y, hete aquí que un buen día suena el teléfono de la casa. La policía pregunta por la señora de la casa, le pregunta por el perro y, tras las preguntas de rigor, le comunican que el perro ha aparecido.
Está a unos 50 kilómetros del domicilio de la familia. Pero ni esa distancia, ni el hecho de que sea día de fiesta impiden que toda la familia se suba al coche y salga pitando al encuentro del perro. Han pasado 8 ó 10 años pero, nada más bajarse del coche, la jefa llama al chucho por su nombre y aquel sale corriendo al encuentro. Ella llora e, incluso, le parece ver alguna lágrima en los ojos del animal.
Para los miembros más tiernos del clan, es el perro que llevan años reclamando. Para los más curtidos es el re-encuentro con uno de los miembros, perdido desde hace años. Qué más se puede decir.
Tal vez que no deja de ser curioso que después de todos esos años de separación sólo haya afecto y cariño por ambas partes. Que ni uno ni los otros sientan que han pasado 8 ó 10 años. La casa sigue siendo, más o menos, la misma de entonces, la misma de hace sólo unos días. Pero es diferente. Todo ha cambiado con uno de esos giros del destino que no nos es dado entender, comprender, asimilar. Sólo podemos asumir que ocurren y cuando son para bien, disfrutarlos al máximo. Quizás el próximo no lo sea.
Por cierto, la historia es real. Tan real como que esto lo he escrito yo.
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