Si una persona tiene una enfermedad mental, no se toma la medicación y mata a alguien no se puede hablar de inseguridad ciudadana. Es más, si una mujer es maltratada, no denuncia a su agresor y al final, este termina matándola, tampoco se puede habar de inseguridad ciudadana. Estas perlas de la reflexión política, predestinadas al mármol, que diría mi admirado Carlos Herrera, fueron pronunciadas por la Delegada del Gobierno en Madrid, Soledad Mestre, hace poco más de un mes. Lo dijo tras finalizar una Junta Local de Seguridad en la que Mestre se comprometió a poner todo de su parte para favorecer y respaldar la candidatura olímpica de Madrid 16.
En esa misma comparecencia pública, la Delegada del Gobierno en Madrid aseguró que en el último año había menos delitos en la capital. Que había menos faltas. Que se habían producido más detenciones. Pero, pese a todo, se iba a aumentar el número de efectivos patrullando las calles. Poco más de un mes después, la misma Soledad ha vuelto a comprometerse a poner más policías, no sólo en las calles, también en los locales de ocio nocturno.
La intención declarada de Mestre se suma a la del resto de administraciones madrileñas que llevan una semana volcándose con familiares, amigos, compañeros y profesores del difunto Álvaro Ussía, asesinado por una panda de desquiciados vestidos de matones de la noche. No deja de llamarme la atención tanta hiperactividad al respecto. Alguien, sin duda, a tocado a arrebato. No sólo son las administraciones. Buena parte de la prensa se ha lanzado sobre ese cadáver y esos asesinos con toda la saña de la que son capaces. Me escama.
No se trata de poner a todos al mismo nivel. Los asesinos, cuando se demuestre, son los que son y actuaron como actuaron. Los dueños de la discoteca no deben tener la conciencia muy tranquila, si es que tienen conciencia. Algo debe reconcomer a las administraciones que tanta actividad han desarrollado en estos días. Un pronóstico, pasará la semana, llegará el fin de semana y el próximo lunes se habrá calmado la cosa.
Quienes no han demostrado ni el más leve asomo de autocrítica son los padres, en general, españoles. Ni los jóvenes, igualmente, en general. Se han dicho y hemos oído estos días cosas que claman al cielo. Pero han corrido como el agua de un arroyo, sin estancarse. Sin generar consecuencias.
Han dicho los compañeros de colegio de Álvaro que en la discoteca les dejaban pasar, aunque fuesen menores. Y no ha pasado nada. Nadie ha pedido explicaciones a las asociaciones de clubes de ocio por ese comportamiento tan conocido como que los domingos se juega la liga de fútbol en 10 ciudades españolas. Pero, aún más, no se ha oído, yo al menos no he oído, a nadie que ponga el grito en el cielo porque los jóvenes españoles entren en locales reservados para mayores. Y lo hagan a altas horas de la madrugada, sabiendo (de hecho es el objetivo) que van a consumir alcohol. Todo parece normal y en su sitio.
Alguien se imagina que en lugar de en una discoteca algo parecido hubiese ocurrido en un local de sadomasoquismo, que los hay, o en uno de intercambio de parejas, que los hay, o en un local de homosexuales, que también los hay. Seguro que ese mismo director de colegio y esos mismos alumnos, aparentemente tan formalitos, con sus dignos uniformes, se habrían lanzado contra la depravación de ese tipo de locales. Pero como hablamos de alcohol y no de sexo “diferente” pues no pasa nada.
Con absoluta normalidad estamos escuchando que estos chicos, Álvaro entre ellos, son muy buena gente, que no se metían en líos, que eran caballerosos y amables,… les suenan ese tipo de afirmaciones. Son las mismas, o muy parecidas, que oímos cada vez que hay un caso de violencia doméstica, o cuando un padre o una madre mata a sus hijos y se suicida, o no. “Quién se iba a esperar algo así” asegura la vecina o el vecino de turno, ávido de notoriedad en los informativos de toda España. Pero no pasa nada.
Aquí, como en casi todas las cosas, hay una doble moral que apesta. Mis chicos, mis amigos, la gente que tengo cerca, son gente sana. Sólo buscan divertirse, pero no hacen daño a nadie. Y con esa aseveración parece que hemos exorcizado todos los problemas.
Pues no, nuestros menores beben y no deberían, lo dice la ley. Nuestros jóvenes hacen del alcohol, el tabaco y las drogas la única forma de entretenimiento y no deberían, van contra su salud y, en muchos casos, también contra la ley. Nuestros padres hacen constante dejación de sus obligaciones como tales y consienten todo o casi todo a sus hijos con el “loable” propósito de integrarlos en un grupo (de degenerados, añado yo) y que no se sientan desplazados. Todos miramos hacia otro lado hasta que alguien mata a alguien. Y luego, esos mismos que han olvidado sus obligaciones reclaman sus derechos. Los tienen, pero no hay derechos sin obligaciones.
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