lunes, 14 de julio de 2008

CUESTIÓN DE COLAS

Nunca me ha gustado hacer cola. La hago, cuando no queda más remedio. En ese caso, soy de lo más respetuoso. No muestro síntomas de impaciencia. No bufo cual si fuera un bisonte. Procuro pasar el tiempo entretenido, lo cual no me resulta difícil. No salto de una cola a otra, en el caso de tener ocasión. No pido que me guarden la vez mientras voy a hacer otras cosas. Vamos, que soy un colero más, disciplinado y tranquilo. Pero no me gusta hacer cola.
Es cierto que, si tengo la posibilidad, rasco cualquier alternativa para pasar de la cola. Una actitud que me ha traído más de un disgusto. Y no es que yo sea especialmente beligerante. Aunque, si tengo que encararme con alguien, tampoco pongo demasiados remilgos.
De todas formas, la esencia de la cuestión es que no me gusta hacer cola y eso, en la actual sociedad en la que vivimos, es un problema en si mismo. Somos un conjunto humano que parece tener una tendencia natural a hacer cola. Y esta tendencia natural deviene en dos grupos de personas con actitudes claramente diferentes a la hora de ponerse a la cola. Unos, los que parecen buscar ese agrupamiento humano, no siempre ordenado, como si necesitasen sentirse parte de algo. Otros, los que dedican más tiempo a protestar y quejarse, sembrando la cizaña (o, al menos, intentándolo) en todos los miembros de la cola.
Una y otra actitud me producen parecida desazón. Y no lo digo porque me vea afectado, personalmente por semejantes actitudes. No. En muchas ocasiones me he situado como mero espectador para seguir, visualmente, el comportamiento de un grupo de humanos ante una cola y de decir que me desazona, en general.
Siempre existe el que empieza a revolotear buscando la mejor estrategia para evitar la cola, colarse, vamos. Son movimientos animales. Previsibles, en general. Desacompasados. Va y viene. Parece que hace una cosa cuando, en realidad, está pensando en hacer otra, sin ser consciente de que es incapaz de organizar dos cosas simultáneas en su cabeza. Y se le nota. Lo más curioso es que suele terminar por desistir de su intento.
Luego está el protestón profesional. El que pretende acumular bajas en la cola a base de hacerla invivible para así acortar su espera. Suele tener más éxito que el espécimen anterior, aunque termina con tal cuajada en las venas que no se si le compensa el limitado éxito alcanzado. Lamentable.
Los más curiosos son los resignados. Asumen la cola como quien asume que todos los días tiene que beber agua, dormir x horas, aguantar a su jefe, a su mujer/marido, a sus compañeros,... Se le ve en la cara que el cuerpo le pide salir de esa cola pero, o bien no puede o no se atreve.
Y siempre, siempre, te encuentras con el feliz de estar en la cola. Es como si la cosa más importante que tuviese que hacer en la vida es estar en la cola. Como si fuese su único nexo con la sociedad de la que se siente partícipe. No le vale con vivir, con comer, con trabajar o con ir al médico. No. Para formar parte de la sociedad tiene que hacer cola. Bendita obligación que les hace sentir vivos.
Estos últimos son los que me producen mayor perplejidad. No deja de ser curioso las obligaciones que se ponen algunas personas para dotar de contenido una vida insulsa, anodina, vacía. La esencia de las personas es ser personas. Y, para ello, sólo nos necesitamos a nosotros mismos. Pero estos individuos, alejados (en mi opinión de la esencia de ser persona) necesitan algo mayor y más difuso para encontrarse a gusto. Necesitan gente alrededor. Necesitan sentirse entendidos y aceptados por otras personas. Como si esos otros individuos externos, a los que no volverán a ver nunca, fuesen los autorizados intérpretes de su cualidad humana. Como si fuesen expendedores de certificados de humanidad.
Que vida más triste la suya, aunque no se den cuenta. Deberían mirar hacia ellos mismos y descubrir toda la riqueza que las personas in di vi du al men te tenemos en nuestro interior, aunque en algunos casos, nunca llegamos a descubrir.

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