Hace unos días moría uno de esos cineastas considerado clásico por todo el mundo (les guste o no su cine). Igmar Bergman era uno de esos tipos que, como la comida japonesa, o te gusta o lo odias. No hay término medio. O ji, o ja. Esa dualidad sin matices no es infrecuente en casi todos los órdenes de la vida. No confundir con simpatía o antipatía y dualidades parecidas. Me refiero a amor y odio sin matices. Los políticos no son inmunes a este tipo de comportamiento.
Probablemente, el caso más típico de esta dicotomía es Alberto Ruiz-Gallardón. Lo más curioso (no tanto a estas alturas de la película) es que los del ji están fuera de su partido y los del ja dentro. Vamos, que en el PP le aguantan porque no les queda más remedio y fuera del PP no saben que darle. Si estuviésemos en Francia, en Estados Unidos o en algún otro país donde lo que importa son los proyectos y como llevarlos a cabo, un tipo como Gallardón no tendría demasiados problemas para sumar gente a su proyecto y convertirse en un líder indiscutible, pero... con los partidos hemos topado.
Hace años, en España, topar con la Iglesia (católica, se entiende) era sinónimo de llevar todas las de perder (era equivalente al "date por jodido"). Ahora, que por mucho que se empeñen la Iglesia es mucho menos, el nuevo tótem es el partido político. Hacen y deshacen, organizan (poco) y embrollan (casi todo) a su antojo. Y como las normas las hacen ellos mismos, pues, cuando se les ve el plumero (muy a menudo, por cierto), manita de pintura, cortinas nuevas y a tirar palante.
Alberto, que entró en política por la puerta grande, como hombre de partido (Secretario General de Alianza Popular, nada menos) y con apodo sonoro (Gallardín dijo él que le decían sus íntimos, y así le dijeron los maledicientes durante una temporada), hace años que su única relación con el PP es la papeleta electoral (y no porque "papeleta" tenga dos pes). Él pasa del partido, el partido le soporta, hasta cierto punto, y los madrileños se benefician y sufren su gestión (como la de cualquier buen político).
Pero Gallardón quiere y, probablemente, debería de ser, presidente del Gobierno. Y no lo va a ser. Mala suerte para él, desperdicio para el PP y oportunidad perdida para España. Y lo peor de todo es que, en España, todo lo que se mueve en torno a Moncloa queda marcado. Italia, políticamente, no es ejemplo para casi nada. Pero, mira por donde, allí un político puede ser ministro, luego primer ministro, luego otra vez ministro, luego alcalde,... y no pasa nada. En Francia algo parecido. Y en Alemania y en más sitios. Pero en España no. En España eres o quieres llegar a ser Presidente del Gobierno y punto final. No vales para nada más. Y si has sido ministro, olvídate de ser Presidente del Gobierno. Sólo Calvo-Sotelo ha hecho ese recorrido (y, a juzgar por su excelente resultado, deberíamos repetirlo) pero eran otras circunstancias y otros políticos.
Probablemente, el caso más típico de esta dicotomía es Alberto Ruiz-Gallardón. Lo más curioso (no tanto a estas alturas de la película) es que los del ji están fuera de su partido y los del ja dentro. Vamos, que en el PP le aguantan porque no les queda más remedio y fuera del PP no saben que darle. Si estuviésemos en Francia, en Estados Unidos o en algún otro país donde lo que importa son los proyectos y como llevarlos a cabo, un tipo como Gallardón no tendría demasiados problemas para sumar gente a su proyecto y convertirse en un líder indiscutible, pero... con los partidos hemos topado.
Hace años, en España, topar con la Iglesia (católica, se entiende) era sinónimo de llevar todas las de perder (era equivalente al "date por jodido"). Ahora, que por mucho que se empeñen la Iglesia es mucho menos, el nuevo tótem es el partido político. Hacen y deshacen, organizan (poco) y embrollan (casi todo) a su antojo. Y como las normas las hacen ellos mismos, pues, cuando se les ve el plumero (muy a menudo, por cierto), manita de pintura, cortinas nuevas y a tirar palante.

Pero Gallardón quiere y, probablemente, debería de ser, presidente del Gobierno. Y no lo va a ser. Mala suerte para él, desperdicio para el PP y oportunidad perdida para España. Y lo peor de todo es que, en España, todo lo que se mueve en torno a Moncloa queda marcado. Italia, políticamente, no es ejemplo para casi nada. Pero, mira por donde, allí un político puede ser ministro, luego primer ministro, luego otra vez ministro, luego alcalde,... y no pasa nada. En Francia algo parecido. Y en Alemania y en más sitios. Pero en España no. En España eres o quieres llegar a ser Presidente del Gobierno y punto final. No vales para nada más. Y si has sido ministro, olvídate de ser Presidente del Gobierno. Sólo Calvo-Sotelo ha hecho ese recorrido (y, a juzgar por su excelente resultado, deberíamos repetirlo) pero eran otras circunstancias y otros políticos.
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