Veo, en la distancia, como se preparan las hogueras de San Juan, San Joan, San Xoan o cómo coño quieran llamarlas ahora. Los recuerdos se agolpan en mi cabeza. Recuerdo esos primeros años cuando los más mayores tenían que levantar algunos adoquines de mi calle para plantar la guía en torno a la cual construir la hoguera. Recuerdo aquel monigote siempre coronando la pila de madera, cartón, papel y malos augurios.
Dicen, los que saben de simbología, que el fuego es reparador. Es un hecho que el fuego tiene una atracción hipnótica para mucha gente, para los más pequeños, especialmente. Muchas veces me ha contado mi madre que desde muy chico me gustaba jugar con cerillas. Con esa pedagogía eficaz (que, precisamente por serlo, se está perdiendo) me dejó que “jugase” con el fuego hasta que, impepinablemente, me quemé. Dice, mi madre, que entonces dejé de jugar. Pero no perdí la fascinación.
Hay dos elementos que, en determinadas circunstancias, producen una atracción magnética sobre mí. Uno es el fuego. Llamas grandes, con varios colores alternándose sin ninguna lógica aparente. Creciendo y decreciendo. Cambiando de forma. Curiosamente, el otro es el agua. Esa agua escanciada con la violencia de las olas. Ribeteada de espuma de varios tonos y diversas espesuras. Me encanta el batir del mar con formas tan cambiantes que es imposible memorizarlas. En ambos casos se trata de una experiencia visual (también sonora, pero sobre todo visual) que no se puede retener en la memoria.
Puedes acordarte del momento y las circunstancias en las que viste ese incendio o ese batir del mar embravecido. Pero no puedes recordar qué forma tenían las olas o las llamas. Qué catálogo de colores envolvió dicha experiencia. Que sonidos le ponían acordes. Lástima.
Sí recuerdo que la tradición marca que hay que saltar la hoguera como culminación del rito de expiación. A los críos, al menos entonces, nos ponían unas brasas acotadas para poder imitar a los mayores que, unos metros más allá se afanaban en cruzar las llamas. Bajas, sí, pero llamas. Los cativos los mirábamos deseando que pasasen pronto tantos solsticios como fuese necesario para ocupar ese lugar. ¡Ay, media vida queriendo que pase rápido el tiempo para que llegue pronto la otra media en la que queremos que el tiempo pase cadencioso, ya que no puede detenerse!.
Recuerdo ese penetrante olor a sardinas asadas a la brasa, a pan de hogaza empapado en aceite. A brasas, sobre todo a brasas. Olor a fuego.
Y recuerdo un no entender que podía nacer o iniciarse de las llamas. Por más que los mayores te lo explicaban no eras capaz de entenderlo. El fuego era destrucción, no creación. Qué le vamos a hacer, es lo que tiene la simbología. Y el pelele ese que corona el palo de guía es el símbolo de todo lo que quieres dejar atrás. Pues vale, pero yo quiero dejar atrás otro año que no me han regalado el scalextric. Qué puñetas tiene eso que ver con un pelele que, además, todos los años iba vestido con un mono de trabajo y una boina. Incomprensible.
Ahora que recuerdo y que, incluso, puedo creer que entiendo lo del simbolismo, no tengo ningún sitio cerca donde se celebren las hogueras como entonces. Ahora que tendría unas cuantas cosas y unas cuantas personas que echar, sim-bo-li-ca-men-te desde luego, al fuego reparador del verano, ahora resulta que no tengo llamas. Vaya por dios. Espero que llegue el día en que una cosa y la otra encajen como piezas de puzle.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario