Dicen que mi bisabuelo era un buen tipo. Bueno, eso lo dirían ahora. Sus coetáneos decían que era un hombre bueno. Un hombre en el que se podía confiar. Cuyas opiniones y decisiones no sólo se respetaban. Se buscaban. Era, dicen, un tiarrón con esa extraña sabiduría que algunos adquieren leyendo en la tierra y no en los libros. Dicen que era muy cabezón, acostumbrado siempre a que se hiciese lo que él decía. Pero que era muy bueno. Que nunca hizo mal a nadie. Que, en más de una ocasión, evitó que hiciesen el mal a vecinos, a conocidos o a gente que tenía a mano. Sólo por el hecho de que no veía sentido en hacer el mal. En que alguien sufriese.
Dicen, y es verdad, que yo llevo su mismo nombre, aunque el nunca lo supo. Había muerto años antes. Es una tontería, pero saber que llevas el mismo nombre que una persona a la que siempre has oído describir de esa manera, a la que nunca has conocido, que es alguien de tu misma sangre y saber que llevas el mismo nombre, no por casualidad sino como recuerdo y homenaje, saber todo eso, la verdad es que presiona un poco. Te hace sentirte chiquito.
Dicen que este buen hombre y buen tipo, cuando se sentía abrumado por una preocupación o por un problema al que no veía la solución siempre respondía lo mismo “voy a consultarlo con la almohada”. Esta semana, inconscientemente, yo he hecho lo mismo. Tras el atentado del pasado miércoles tuve la tentación, como otras veces, de ponerme a escribir. Me di cuenta de que iba a decir, más o menos, lo mismo que otras veces, cambiando algunas fechas, cambiando algunos nombres y añadiendo algunas adjetivos.
No es que me crea yo demasiado original cuando escribo, pero me di cuenta de que era un error volver a escribir lo mismo. Pensé que tenía que madurar algo más en mi cabeza antes de volcarlo al post. Y esperé. No sé si consulté algo con la almohada o no, pero lo cierto es que, al día siguiente me sentía un poco más sereno para escribir. Y cuando iba a ponerme a ello me encontré con una foto en los diarios que volvió a disparar mi indignación y mi rabia. Ahí estaban los amigos de años del asesinado, su “cuadrilla” como les gusta decir a los españoles del norte, jugando a cartas sin esperar a que se hubiesen llevado el cadáver que un par de tiparracos habían dejado sobre la acera.
En ese momento no tuve la tentación de ponerme a escribir. Directamente me dije, para, espera, piensa. Me acordé de las miles de veces que he oído decir a nuestros políticos (a todos ellos) que ETA no tiene que marcar la agenda de este país (aunque la marca como nadie). Me acordé de como los terroristas tienen una gran habilidad para seleccionar el momento de sus atentados. Da igual que los dirigentes sean jóvenes o veteranos, violentos, muy violentos o más violentos. Da igual, suelen seleccionar bien a la víctima y el momento de convertirla en víctima. Y pensé, esta vez no. Esta vez no van a modificar la agenda prevista para conmemorar los 30 años de Constitución.
Hubiese sido un momento impagable. La misma Constitución que les dio la oportunidad de reintegrarse a la vida civil del País Vasco y que, a la vez, dio al estado de derecho todas las herramientas para luchar contra ellos, conmemorada y celebrada sin dejar que estos facinerosos nos marquen no ya la agenda, sino el reloj. Pero no pudo ser. Han podido más las tradiciones y, mientras sus amigos han mantenido la pauta de la partida vespertina diaria sin inmutarse por el plasma sobre el que chapoteaban, nosotros, todos los demás, hemos vuelto a dejar que ETA nos diga cuando podemos celebrar algo y cuando no. Como podemos hacerlo y como no.
Creo, después de consultarlo con la almohada, que somos mejores personas que ellos, pero no puedo dejar de pensar que mientras nosotros pensamos como pensamos y ellos piensan como piensan va a ser imposible que lleguemos todos a la solución que necesitamos. Retumban en mi cabeza esos “ellos”, esos “nosotros”, esos “de los nuestros” que se han vuelto a escuchar con atronadora fuerza cada vez que uno de los asesinados por los terroristas es alguien que no se esperan. Y me duele, me indigna. Ellos y nosotros somos los mismos. Somos seres humanos, somos personas. Y pienso en mi bisabuelo que, seguro, hubiese tratado de evitar que esos cuatro azpeitarras siguieran con su partida ante las cámaras del resto del mundo. Y pienso en él que, seguro, hubiese ido a buscar a los amiguetes de los asesinos para echarles en cara cada una de las 1000 barbaridades que llevan cometidas en este medio siglo.
Internamente me alegro de que sea sólo mi imaginación. Si esos pensamientos se cumpliesen, mi bisabuelo no duraría ni 24 horas. Pero los buenos tipos no abundan y nosotros seguimos consultando las cosas con la almohada, hasta que venga algún iluminado a cambiarnos la almohada por una bala.
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