Tengo muy mala memoria. Para las cosas que me sucedieron de crio, más. En ocasiones me doy cuenta de que sólo tengo fogonazos y el recuerdo reconstruido de cosas que, en realidad, no están en mi cabeza sino que las he oído contar a mis padres, a mis tíos, a mis abuelos. Tengo un muy buen amigo que, sin embargo, guarda un vívido recuerdo de cantidad de cosas que le ocurrieron con 6, 7, 8 años. ¡Incluso con menos!. Me parece increíble. Lo peor de todo es que, además, el cabrón es capaz de contarlo de manera sublime.
Uno de esos recuerdos que han ido poniendo en mi cabeza, pero de los que no guardo ninguna referencia directa, tiene que ver con estas semanas que se avecinan. Dicen mis padres que teniendo yo 2, 3 ó 4 años, no recuerdo, llegó el momento en el que se pudieron ir de vacaciones. Ahora resulta casi sorprendente que una familia pueda pasar todo ese tiempo sin irse de vacaciones, no ya de verano, de vacaciones, sin más apelativos. Pero ocurría, vaya que sí ocurría. Irse de vacaciones era algo tan irreal, tan fuera de lo que tenía lugar en el mundo de las personas normales de los primeros 70 que aquel pequeñajo no sabía cómo encajar ese asunto de las vacaciones en su pequeño mundo esquematizado y cuadriculado.
Quizás, por eso, ya montados en el pequeño Mini Morris (el de verdad, no esa versión retro que ha puesto BMW en el mercado con gran éxito), aquel niño empezó a tratar de encajar las piezas y en un determinado momento dijo (o al menos dicen que dijo) “mira mamá, mamá, las vacaciones, ahí están”. Una madre lo entiende casi todo y lo perdona casi todo. Y la mía entendió perfectamente lo que quería decir yo e, inevitablemente, aplaudió la ocurrencia. Así son las madres.
¡Ah, si las vacaciones fuesen un lugar!, quizás todo sería más sencillo. Años después, le he oído muchas veces a mi padre, que sabe latín (literal y metafóricamente), decir aquello de que las vacaciones no es holgar sino cambiar de actividad. Se lo he oído desde bien tiernecito, en esos años en los que todos los niños piensan en jugar todas y cada una de las horas de los tres meses de verano, conscientes, como por ciencia infusa, de que nunca más volverán esos momentos. Él nos lo repetía a mi hermano y a mí como para concienciarnos de que no hay nada mejor en esta vida que estar haciendo cosas. Unas veces por obligación, otras porque nos apetece. Unas veces porque debemos y otras porque queremos. La clave está en cambiar de actividad.
No sé yo si al bueno del presidente sus mayores le dijeron cosas parecidas, pero lleva unos días muy pesado con la matraca del cambio de actividad. “Tenemos que cambiar de actividad, de modelo productivo”. Y se va a Andalucía a decirlo. Le alabo el gusto. No estaría de más que los dirigentes de España y los de Andalucía en concreto se aplicasen a cambiar el modelo productivo de esa región. Si después de 30 años sometiendo a los andaluces a base de subsidios, limosnas y favores, son capaces de ponerlos a todos a trabajar, este país se mete en el G7 por derecho.
Pero mucho me temo que Zapatero, cuando era cani, también creyó ver un día, en lontananza, las vacaciones. Y seguro que sus padres le rieron la ocurrencia. El problema es que, ahora, que no es un niño, sigue viendo cosas en lontananza que nadie más ve. En más de una ocasión también me dijo mi padre aquello de “cuando era un niño pensaba y obraba como un niño y cuando fui hombre, pensé y obre como hombre”. Pero hay quién no se ha enterado, todavía, de que hace años que dejó atrás su infancia.
O tal vez sí. ¡Qué lástima!, ¡qué drama!.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario