Cuando era crio vivíamos en una calle con poco tránsito. En realidad, era una pequeña calle, con nombre de avenida, de la que salían otras dos calles, todavía más pequeñas y sin salida. Para que te hagas una idea, era como si fuese la letra griega pi. En ese cruce de caminos con más coches aparcados que en circulación, a pesar de que había una autoescuela y toda una estación de autobuses en la zona, desarrollábamos nuestros juegos a la que podíamos.
Juegos que siempre estaban encabezados por el fútbol. Ahora que lo pienso, éramos una calle de lo más machista. Recuerdo a alguna moza, pero no la integro en los recuerdos de nuestros juegos. Supongo que mis tratos con el sexo opuesto de mi misma edad no se normalizó hasta muchos años después. Estamos en el fútbol. También había carreras, batallas y peleas en toda regla, pero el fútbol se llevaba la palma. Siempre que hubiese un balón, claro.
En los años de los que hablo no era difícil que alguien tuviese una pelota, auténtico tesoro según los recuerdos de mi padre que no se cansa de hablar de una famosa pelota de trapo, hecha de retales, con la que emularon a Zarra, Ciriaco, Quincoces y compañía él y sus compañeros. Nosotros teníamos siempre alguna. La conmemorativa del mundial de naranjito era un clásico, pero tuvimos alguna de Mikasa y otras.
El problema es que la pelota siempre era de alguien. Bueno, en realidad era que ese alguien solía ser muy malo jugando. Mucho peor que la media, que no pasábamos de ser una mezcla cutre de Arteche, Goicoechea y Migueli. Además, solía ser un mocoso caprichoso y mal criado que, por el mero hecho de aportar la pelota, se creía que tenía derecho a imponer todas las normas. Una versión primitiva del “aceptamos pulpo como animal de compañía”. Nosotros no siempre aceptábamos pulpo, pero cuando nos resistíamos solíamos acabar jugando al pilla pilla o al tú la llevas o a darnos de hostias, sin más contemplaciones.
Éramos críos y no nos gustaba que los mayores se metiesen en nuestras cosas.
Pero a los mayores, también les pasan cosas parecidas. Siempre hay alguno que quiere imponer las normas bajo la amenaza de irse con la pelota, o recordando que su papá es el presidente de la comunidad de vecinos. Siempre hay alguno que no se conforma con ser uno más y asumir las tesis de Coubertain de participar y divertirse. Quieren que siempre sea lo qué ellos quieren, cómo ellos quieren y cuándo ellos quieren.
La pena es que son adultos. Ya no queda bien que los demás se vayan a jugar a otra cosa y los dejen tirados con su tontería. Y mucho peor resulta si la alternativa es partirles la cara. Lo de la violencia está muy mal visto. Pero por mentirosos, egoístas y otras muchas cosas, algunos mayores se merecen, cuando menos, unos azotes. Y estas últimas semanas, más.
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