Hubo un tiempo en el que estaba convencido de que casi todos habíamos sido víctimas del franquismo. Daba lo mismo que sólo hubiésemos compartido el país unos pocos años con el dictador. Daba lo mismo que hubiésemos manifestado públicamente o no nuestras ideas políticas. Daba lo mismo. España, que éramos todos, habíamos sufrido el franquismo y, por lo tanto, éramos víctimas.
Ahora no. Ahora tienes que presentar determinadas credenciales para que te den el carné de víctima del franquismo. Puedes ser, incluso, un auténtico indeseable. Un delincuente, un don nadie, un jeta, una buena persona, un vividor, o, incluso, un auténtico y genuino franquista. Pero, si por un casual, un tío tuyo, un primo, un compañero de trabajo, está enterrado en una fosa común, o fue encarcelado injustamente, puede ser que estos tipejos bien pensantes te otorguen el carné de víctima. Si es así, date por jodido.
Estos que reparten carnés de víctimas del franquismo son los mismos que se han pasado años tratando de diferenciar a las víctimas del terrorismo. Y lo han conseguido. Les interesaba mucho destacar que no todos los asesinados por ETA eran igual. En realidad, pensaban que los supervivientes podían ser buenos (si eran de los suyos y no montaban mucho lío cuando no convenía) o malos, si actuaban por su cuenta y no se callaban cuando no querían callarse (aunque, a veces, hubiese sido mejor que estuviesen en silencio). Pero ellos, ahora, como han hecho muchas veces a lo largo de la historia, se han quedado con la máquina de imprimir y repartir carnés. Son muy listos.
Tan listos que seguimos asumiendo sus tesis, sus denominaciones y sus etiquetas sin inmutarnos y, cuando queremos reaccionar, es necesariamente tarde.
Yo me siento y me declaro víctima del franquismo. Por la misma razón que me siento amparado por la transición española que me ha permitido vivir como vivo y no como unos y otros querían que viviese. Bajo uno u otro totalitarismo, igual de perverso el uno que el otro. Yo sé donde están enterrados todos mis antepasados. Pero me da lo mismo. No voy a los cementerios. No me interesa ese culto a los muertos y me parece absolutamente innecesario.
Entiendo, perfectamente, que todo el mundo tiene derecho a saber donde está enterrado su padre, su hermana, su mujer o su hijo. Y cuando digo todo el mundo, quiero decir y digo todo el mundo. No sólo los que expiden los carnés antedichos. Pero a mi me gustaría saber donde está enterrado Velázquez y no veo ni a Gallardón, ni a Aguirre, ni a Zapatero, ni a Sinde, ni a Garzón muy interesados en el asunto. No. No pretendo comparar. Pero cuando hay quienes llevan años diciendo tonterías, que quieres que te diga, a mi me salen las mías.
Una cosa es tener memoria (y la memoria sólo puede ser histórica, no puede ser futurista) y otra cosa es convertirse en rehén de esa memoria. Otra cosa es vivir en el pasado. Otra cosa, bien distinta, es querer ajustar unas cuentas cuando se cree que se tiene poder para imponer una determinada tesis y eso, lo haga quien lo haga, siempre está mal.
Claro que la transición ofreció muchas soluciones. Muchas. Ninguna perfecta. Ninguna. Pero soluciones, al fin y al cabo. Y la esencia de todas ellas fue simple. Todos cedieron. Todos cedimos. Si ahora hay quienes quieren cambiar las reglas de ese acuerdo, deberían pensar, tener en cuenta y sopesar que todos pueden reclamar lo mismo. Y eso sería un desastre.
martes, 13 de abril de 2010
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