sábado, 9 de enero de 2010

DESAHOGO

Pocas, muy pocas veces he estado tan de acuerdo con Ibarra. Esta semana publicaba uno de esos artículos provocadores suyos que tanta polvareda generan. Este era sobre los famosos derechos de autor. Armaba dos o tres argumentos claramente demagógicos pero no menos esclarecedores el que fuera presidente perpetuo de Extremadura. Digo demagógicos porque soy el primero que, incluso sin ser creador ni autor ni nada que se le parezca (y dios me libre), se da cuenta de que no es lo mismo un tema de Sabina o un libro de Zafón o una película de Trueba que un kilo de naranjas. Ya lo sé.
Claro, el regocijo que me produjo el artículo de Ibarra fue mayor cuando, 48 horas después, comprobé que alguien tan moderado como Muñoz Molina se lanzaba a la yugular del ex político con argumentos igual de demagógicos pero mucho más peregrinos. La pupa que le habían hechos las palabras de Ibarra afloraba desde el primer párrafo en el que llamaba presidente jubilado al socialista. Y después se metía en disquisiciones sobre qué pasaría si Ibarra se llevase el famoso kilo de naranjas de la tienda sin pagarlo.
Pasaría, por supuesto, que sería perseguido y detenido por ladrón. Pero no es eso de lo que hablaba Ibarra ni de lo que hablamos los pobres usuarios. Hablamos de otro robo, aquel al que nos vemos sometidos porque algunos creadores se han hecho fuertes y se han asociado al poder para cogernos por el escroto y no soltarnos. Y eso si que no. No es que le tenga demasiado aprecio a mis testículos, no sirven para gran cosa, la verdad. Es que me molesta tener ahí una mano desconocida con la amenaza perpetua de apretar, porque duele mucho oiga, cuando aprieta.
Qué pasaría si nosotros compramos un libro, un disco, una película o un grabado y cada vez que vamos a leerlo, escucharlo, verla o mirarlo tenemos que pagar. Pues pasaría que estaríamos en un país de locos. Sin embargo, aquí hay una sociedad que cobra cada vez que alguien quiere hacer una versión de una canción; cobra cuando esa versión se graba de forma efectiva; cobra por cada orquesta que graba esa versión; cobra cuando usted compra el disco en cuestión; y cobra cada vez que alguien reproduce ese disco fuera de su ámbito privado (cada vez más circunscrito a su cuarto de baño). Eso es lo que pasa. A la mayoría no nos parece normal pero la inmensa mayoría no hace nada. Ya está bien.
En mi opinión, el problema nace en el mismo planteamiento de los derechos de autor aunque se haya multiplicado ahora con el desarrollo vertiginoso de la tecnología. Vamos a ver en la antigüedad había básicamente dos grupos de “artistas” (por simplificar y llamarlos de alguna manera). Uno de esos grupos estaría formado por aquellos habilidosos que eran contratados para hacer una obra a la mayor gloria de quién los contrataba. Ese podría ser el caso de alguien como Fidias, escultor, pintor, arquitecto de la Grecia clásica que era requerido y cobraba su sueldo o remuneración por ello. Sin salir del panorama clásico, el ejemplo del otro grupo podría ser Homero, recopilador de la tradición oral y autor de dos libros tan leídos, vendidos y citados como La Iliada y La Odisea que no consta que cobrase por ellos ni por sus derechos de autor. Componía sus textos porque se le daba bien, le gustaba y resultaba eficaz. El que esos textos se hayan convertido en libros y en obras de arte de referencia en todo el mundo es secundario.
Hasta aquí tenemos a dos grupos de personas que tienen y desarrollan ciertas habilidades como mejor les parece. Luego existen otros dos grupos que no tienen nada que ver con los anteriores pero que, en algunos casos, van surgiendo al amparo de ellos. Son aquellos que sin tener ninguna habilidad conocida y reconocible pretenden cobrar como Fidias y pasar a la posteridad como Homero. Los jetas, vamos. El segundo de estos grupos lo forman los que quieren aprovecharse del trabajo de los dos primeros grupos para sobrevivir ellos de la mejor manera posible sin tener que aportar gran cosa (nada en absoluto, para ser exactos) al producto final. En este último grupo podemos retomar el caso del kilo de naranjas.
Resulta que cuando nos enteramos que a los agricultores que producen las naranjas les pagan 25 céntimos de euro por kilo aunque nosotros lo paguemos a 3 ó 4 euros cargamos contra esos malvados intermediarios que encarecen el precio, se quedan con la inmensa mayoría del beneficio y tienen sometidos a los pobres agricultores. Pero cuando conocemos que los 20 eurazos que nosotros pagamos por un disco no llegan para mantener al pobre de Alejandro Sanz en su mansión de Miami, ni para que Teddy Bautista pueda seguir comprando edificios con fines no siempre confesables o legales, todo el mundo mira a los que se bajan el disco en cuestión de internet. Resulta que la culpa es de esa gente y de la tecnología. Manda huevos, como si las naranjas se siguiesen trayendo de levante a Madrid en carros de burras y no en potentes camiones frigorífico. Como si no se metiesen en cámaras para poder ampliar la temporada de consumo.
Es tan patético y absurdo que me he permitido, yo también, ser un poco demagógico. Pero creo que queda clara mi postura. A ver si en menos palabras logro lo mismo con otros dos casos que también nos han azotado esta semana. El primero es el de ese petimetre de nombre Juan López de Uralde, a la sazón Director Ejecutivo de Greenpeace España. Este personaje no tuvo reparos en cometer un delito al servicio de los intereses de su asociación. Dicho sea de paso, asociación especialista en cometer todo tipo de delitos (menores desde luego, pero delitos) con el amparo de los loables objetivos (o no) que la animan. Lo estaba cometiendo digo y sabía a lo que se exponía pero, claro, era mucho mayor el beneficio que iba a obtener. Y estaba el negocio completo. Pongo por delante y sin matices que me parece una pasada que se tenga a alguien 20 días entre rejas por entrar en un edificio público. No hay duda. Pero esta gente son unos jetas que se creen con patente de corso y ya está bien. Me gustaría saber qué pensarían todos los defensores y justificadores que les han salido estos días si un día fuesen a entrar en su casa y se encontrasen a alguien en su salón, bebiéndose un par de las cervezas que tenían en la nevera. Claro, ya sé que me olvido que Uralde es de Greenpeace y los ocupas de la casa no. Perdón.
Finalmente, tengo que decir que condeno firmemente la agresión a Hermann Terscht de hace un mes. Firmemente. Y la condeno no porque él sea periodista. No tienen los periodistas, en mi opinión, ningún mérito superior al resto de los ciudadanos. La condeno porque no me parece bien la violencia. Punto. Condeno y denuncio, con la misma firmeza, la campaña de intoxicación lamentable que han generado desde algunos medios y desde algunos ámbitos políticos al calor de este suceso. Lamentable que hayan querido relacionar esta agresión con un enfrentamiento político y/o mediático de la índole que sea. No me gusta el enfrentamiento entre posiciones ideológicas que estamos viviendo en España desde hace años, y lo he dicho, pero no se puede relacionar con una pelea de bar de madrugada que son un clásico en toda la historia. Por cierto, Hermann, deberías volver a la primera versión que diste de la agresión. Aquella moderada declaración que hiciste para Telemadrid el sábado 12 de diciembre, antes de sentirte el mártir protagonista de la cruzada lanzada desde algún edificio importante del centro más importante de Madrid. Una cruzada que ha sido acallada por los hechos y cuyos inventores no han dicho nada en las últimas 48 horas, desde que se ha conocido que el detenido es un broncas profesional entre los borrachos, drogadictos y maleantes de la noche de la capital. Dicho sea sin ofender, Hermann.